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Cadenas;

miércoles, 28 de abril de 2010,4/28/2010



Cuando bajé del bote miré a mí alrededor, y aproveché de llenarme los pulmones con la brisa marina del lugar.
Apenas me podía creer que había sido capaz de venir aquí, luego de todo este tiempo… después de lo que ocurrió.
Me di la vuelta, y miré al capitán con una sonrisa, aunque más fingida que real, agradeciéndole el que hubiera sido tan valiente de venir hasta acá. No cualquiera se arriesgaba así por una chiquilla como yo.
—Puede irse, yo volveré tarde —le dije, quitándome el cabello de la cara, que se pegaba a mí por el viento— no es necesario que se quedé esperándome.
Sin embargo el anciano negó, arguyendo lo peligroso que resultaba que me quedase sola. Lo observé sin inmutarme, pero por dentro me dio una punzada de culpabilidad que me dolió bastante.
—Bien, pero se lo advertí.
El hombre rió y se despidió de mí con la mano.
Me giré, y haciendo acoplo de todas mis fuerzas, di el primer paso a mí perdición, y a la de muchos otros, incluyéndolo a él.
Tomé una bocanada de aire, cerré los ojos y dejé que mis sentidos me guiaran hasta el lugar. Me posicioné en el muelle, frente al bosque, al este los acantilados, al oeste el sector “desconocido” -aunque todos sabían bien ahora qué se hallaba allí-, y por supuesto al norte, atravesando el denso follaje, se escondía la casona de veraneo que tanto utilizaba mi familia.
Ya es hora, Aradia. Me dije a mí misma, mientras comenzaba a internarme en el lugar, sin siquiera considerar posible el dar vuelta atrás. Había llegado aquí, y ahora o nunca tendría que zanjar el tema, esto no daba para más.
La frondosidad del lugar me despistó, lo que se sumaba a mi problemática anterior, mi inexperiencia en el lugar. Ya que lamentablemente nunca antes había venido a la isla, la primera vez que iba a asistir a mi madre le pareció que era mejor que pasase las vacaciones con mis abuelos, porque ellos no habían tenido aún el gusto de conocerme, con mis precarios cinco años en vida.
Me quedé mirando el cielo, que era cubierto con las ramas de los altos árboles que se adueñaban del lugar. Me pregunté si él se habría detenido a admirar la belleza del sol entrando por los diminutos espacios libres que dejaban los árboles.
Saqué de mi bolsillo el mapa que me había dado el capitán, lo hojeé, pero de poco me sirvió, por lo que decidí continuar guiada exclusivamente por mi instinto. Él siempre lo mencionaba, si yo creía en mí y en el amor que les profesaba, podía ver la verdad, hacer lo imposible, y crear así la magia.
—Por favor —musité, colocándome una mano en el pecho y agarrando con fuerza el pañuelo rojo que me había regalado para el último cumpleaños que pasé con él— enséñame el camino, hermano.
Se me nubló la vista por las lágrimas que comenzaban a controlar mi cuerpo, dejándolo débil y frágil, tanto por fuera como por dentro.
Mas de repente, mientras trastabillaba de un lado a otro en busca de un apoyo, noté un ave particular, era pequeña, y saltaba de un lado a otro. Me la quedé viendo pasmada, mientras aún sostenía el pañuelo con una mano, era un Petirrojo… ¿era posible? Pero no hubo lugar más para la duda. Sacudí la cabeza y con sigilo, pero rapidez, me dirigí donde el curioso pájaro se había detenido. Lo contemplé con detenimiento y di en lo que estaba indicándome, las rosas, que marchitas y deshojadas comenzaban a trazar un “camino” de pétalos por doquier, pero que de forma extraña podía leer como mis próximos pasos. Inspiré aire y sonriendo decidí creerle a lo único que podía concebir como verdad, el amor a los recuerdos de mis familiares.
Todo lo que me había traído aquí no eran más que conjeturas y el negarme a que mi deseo se quedase entre las cuatro paredes de mi oscura habitación. No estaba dispuesta a continuar esperando en esa fría silla, en medio de todo el cinismo de mi tía abuela, que solamente quería verme muerta para poder hacerse con el dinero de la herencia de mi familia.
Sin embargo más allá del tiempo, las promesas falsas que me hicieron hace años atrás -que nunca ya se cumplirían-, aquí estaba por mí, por ellos y gracias a la magia infinita que me había concedido la última instancia para poder despedirme para siempre, de él, de ellos, de mí misma.
Llegué a la casa, demoré lo suyo, pero el camino que me habían indicado los pétalos había sido el correcto. Mientras recuperaba el aliento de la ardua caminata, observé el lugar. Habían pasado muchos años por lo que no se veía tan costosa y elegante como había visto en fotografías, pero la casa continuaba luciendo tan imponente y hermosa como en sus mejores años. La reja estaba oxidada, pero se veía esplendorosa de todos modos con aquellos detalles de ángeles incrustados; la moví, con la mano y rechinó estruendosamente. Entré con lentitud, intentando grabarme en la retina cada centímetro del lugar, todo lucía tal y como las palabras de mi hermano se repetían en mi mente, todo menos… el jardín de rosas.
—No puede ser —farfullé, y me interné en éste.
Todas las rosas estaban floreciendo de forma completamente irracional, soltando un aroma tan refrescante y dulce que en un primer momento me embelezó, pero más tarde comenzó a marearme.
Yo, frente al rosal, repleta de la esencia sutil que emanaban, me vi desde los diferentes ángulos con que se puede apreciar a una persona, quedándome detenida en todo lo que había sido mi vida, en lo que no había llegado a ser… definitivamente tenía que apresurarme y encontrarlo.
Salí corriendo y entré a la casa casi tirando la puerta abajo, por lo frágil que estaba.
El olor que me llegó a las narices me hizo tener una arcada, fue como si de repente todos los recuerdos, las narraciones, las pocas imágenes que había alcanzado a ver se presentaran una por una delante de mí.
Cerré los ojos con fuerza y me tapé los oídos con las manos, pero no pude quitarme de los párpados el cuerpo calcinado del abuelo, el torso apuñalado de tía Maddie, la cabeza baleada de mi prima Beatriz, el rostro desfigurado y despedazado de mi tío Oswald, los miembros cortados de mi abuela… al menos agradecía el no saber como habían terminado mi madre, padre y hermano, con aquellas características masacres no podía esperarme algo menos brutal.
—Aradia, mírame —fue una orden con un tono de voz suave, pero no por eso menos fuerte o imperativo.
Obedecí exclusivamente porque reconocí de inmediato aquel tono, timbre y acento.
Con lentitud me quité las manos de la cabeza y levanté el rostro. Sin creer lo que mis ojos azules veían, abrí la boca titubeante y sentí como las lágrimas luchaban por salir, venciéndome de manera abrumadora.
—¡Hermano! —chillé sin control alguno.
Pero no sólo él estaba en el gran salón -donde seguramente muchas veces se reunieron para pasar un momento en familia- todos los demás asesinados también se erguían a pocos centímetros de mí.
No fui capaz de pensar que estaba errada, acepté lo que ocurría sin miedo alguno ni dudas.
Avancé hasta donde se hallaba Roy, al lado del gran cuadro que colgaba en el vestíbulo, lo abracé y me dediqué a sollozar, intentando unir las palabras y que me entendiese que lo amaba y que la magia al final si había resultado, que había podido traerlos de vuelta a todos, sin excepción alguna.
—Hermano, hermano —murmuraba constantemente, sujetándolo con fuerza, para que así no pudiera irse nuevamente, dejándome con la palabra en la boca— estás aquí… estás aquí.
—Calma Aradia —me susurró, colocándome una mano en la cabeza, despeinándome como antes hacía— escúchame.
Paré de inmediato todo, retrocedí un paso, me erguí, mirándolo fijamente y me sequé las lágrimas que aún recorrían con lentitud mi rostro.
—Lo has hecho, has podido realizar tu deseo.
Asentí con la cabeza, musitando en mi interior las palabras: “felicidad fugaz”, y luego continué prestándole atención a mi pelirrojo familiar.
—Has realizado lo imposible, descubierto la verdad.
Me mordí un labio, buscando no volver al llanto, pero se me hacía demasiado difícil oírlo, luego de estos quince años ausente, detrás de toda la soledad y oscuridad que me había perseguido de forma caprichosa. Después de todo eso ahora podía…
—Hacer magia.
Sonreí y volvía acercarme a él, dispuesta a terminar. Sin embargo de pronto todo cambió. Estaba al borde del purgatorio, mi pie izquierdo estaba la mitad en tierra y la otra en el aire. Asustada elevé la mirada hacia ellos y pude darme cuenta que suspendían entre las nubes, alzaban una mano hacia mí, invitándome a cruzar la línea de la cordura.
Me quedé inmóvil y le supliqué con la mirada a Roy, tenía que desmentir esto, para que así nos fuéramos a casa y disfrutáramos todo lo que no habíamos hecho estos años.
—Sólo hazlo, la conexión entre este mundo y el nuestro perderá el sentido —me dijo, con su voz masculina y grave— aún con esa sola ala podrás volar… hacia nosotros.
—Pero hermano…
—Es tú decisión —me interrumpió.
Contemplé sus ojos azules, idénticos a los míos, y en ellos me perdí intentando hallar la respuesta de nuestros corazones, fue como si con hallarla todas las cadenas que me mantuviesen unida a este mundo perdieran sentido.
Agarré el pañuelo rojo con fuerza, pero éste desapareció en el instante, convirtiéndose en mariposas doradas que volaban hacia ellos.
No dudé más. Y abriendo los brazos me quedé en la punta del risco, sonriéndole a todos como hace quince años atrás, antes de que partieran.
—Una promesa imposible de cumplir.
Salté cerrando los ojos, mientras sentía mi cuerpo descender con rapidez, olía la sal del mar que se hallaba abajo y percibía como la puerta azul se abría ante mi misma.
Reí, presa de la felicidad, y me entregué a las manos de la muerte, quien me esperaba con una sonrisa maliciosa. Después de jugar con mi consciencia, devastarme hasta hacerme una orate, me otorgó mi mayor deseo, volverme una bruja de verdad, reconocida por la misma locura.

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